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Francisco, el Papa que incomodó al mundo… y eso fue lo mejor que nos dejó

Redactado

 

Por Gonzalo Núñez* para Radio Ideal

 

Murió el Papa Francisco. El primer pontífice latinoamericano. El jesuita del fin del mundo que eligió llamarse Francisco, y con ese gesto ya nos anticipó todo: iba a ser distinto. Cercano. Incómodo. Inesperado.

 

Y vaya si lo fue.

Durante más de una década, Francisco descolocó a propios y ajenos. Desde el balcón de San Pedro hasta los pasillos más recónditos del Vaticano, fue sembrando preguntas donde muchos solo querían respuestas. No usó la pompa como escudo, ni el silencio como estrategia. Habló. Mucho. De todo. De lo que dolía, de lo que ardía, de lo que nadie quería tocar. Y eso —para una institución tan antigua como la Iglesia— fue revolucionario.

No fue Juan Pablo II, ni Benedicto XVI. Fue el Papa de los migrantes, del cambio climático, de los descartados, de los jóvenes alejados de la fe. El que incomodó a los conservadores con su apertura al diálogo interreligioso y con sus gestos hacia la comunidad LGBTQ+. El que también le dijo al capitalismo global que no, que no todo vale, que no todo se mide en función del mercado.

Pero no fue un Papa cómodo para nadie. Ni para la Iglesia más tradicional, ni para las élites políticas de su país natal. Ni siquiera para quienes esperaban de él un giro progresista absoluto. Fue, en muchos sentidos, un Papa “a la Bergoglio”: directo, terco, a veces críptico, a veces excesivamente prudente. Pero siempre profundamente humano.

En Argentina, su figura fue (y seguirá siendo) un espejo incómodo. No vino. Nunca vino. Y eso dolió. A unos más que a otros. Su decisión, o su omisión, fue leída por muchos como un gesto de distancia frente a una grieta nacional que ni él quiso pisar. Y quizás no le falte razón a quienes ven en eso un acto político, o pastoral, o simplemente humano. Porque Francisco también fue eso: un hombre que supo cuándo callar y cuándo alejarse.

Y, sin embargo, pese a sus ausencias, el país lo lloró. Porque sabíamos que nos habíamos acostumbrado a tener a un compatriota en Roma. Porque, más allá de la política, nos dolió perder al cura de Flores que se convirtió en pastor universal.

Su muerte no sólo marca el fin de un papado. Marca el cierre de una etapa en la historia de la Iglesia, y quizás también, en la historia del pensamiento social del siglo XXI. Se fue como vivió: con sobriedad, sin grandes fuegos artificiales, en sus términos. Su féretro austero, sin los símbolos de poder de otros papas, fue su último mensaje. “No me adoren. Sigan caminando.”

¿Qué queda, entonces?

Queda su legado. Complejo, sí. Contradictorio, por momentos. Pero profundamente transformador. Queda su mensaje de inclusión, su defensa del planeta como casa común, su apuesta por una Iglesia “en salida” que no se encierre en los templos sino que abrace los márgenes.

Y queda su fe. No como dogma, sino como práctica viva. Como esa frase que repitió tantas veces: “La realidad es superior a la idea”. Esa fue su brújula. No las teorías, sino los cuerpos. No los discursos, sino los abrazos.

Hoy, el mundo se pregunta quién vendrá después. Si habrá continuismo o cambio. Si su voz resonará en su sucesor o si el Vaticano virará hacia otros rumbos.

Pero, mientras tanto, los fieles tienen una certeza: Francisco ya dejó lo que tenía que dejar. No fue perfecto, y eso lo hizo más creíble. No fue santo, y eso lo hizo más cercano. Fue, ante todo, un testigo.

Y a quienes hoy sienten el vacío de su partida, solo queda repetir sus propias palabras: “No se dejen robar la esperanza”. Porque si algo enseñó este Papa, es que el Evangelio también se escribe con gestos de amor, con ternura rebelde y con una fe que, en vez de condenar, abraza.

 

 

 

 

 

Gonzalo Nuñez *Periodista, locutor, productor y docente

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