La política argentina atraviesa una metamorfosis preocupante: dirigentes diseñados como productos, discursos vacíos llenos de frases cliché y una desconexión cada vez mayor con los problemas reales de la gente.
Por Gonzalo Nuñez* para Radio Ideal
En tiempos donde la forma parece pesar más que el fondo, la política argentina se ha transformado en una vidriera de personajes moldeados por algoritmos, estudios de mercado y asesores de imagen que buscan captar clics más que representar ideas. La figura del “político tradicional” —aquel que construía su legitimidad en el territorio, en el debate ideológico y en el compromiso con un proyecto colectivo— ha sido reemplazada por una generación de candidatos diseñados en base a planillas de Excel y filtros de Instagram.
No se trata de una cuestión estética, sino profundamente política. Lo que se pone en juego es la autenticidad del discurso y la capacidad real de transformación. En lugar de programas, se ofrecen slogans; en vez de propuestas, se repiten frases hechas que podrían salir de una taza de desayuno motivacional: “Todo va a mejorar”, “La gente quiere libertad”, “Se viene lo nuevo”. Vacíos de contenido, estos eslóganes circulan como si fueran verdades absolutas, amparados por un uso cada vez más acrítico de la inteligencia artificial y el marketing político despersonalizado.
La política como simulacro
En la última campaña electoral, algunos episodios marcaron el punto de quiebre. Desde la creación de avatares digitales de candidatos —capaces de “hablar” con votantes en redes sociales— hasta el uso de IA para simular mensajes de cercanía y empatía, el terreno político parece cada vez más una puesta en escena que un espacio de representación real.
El presidente Javier Milei, por ejemplo, es un caso emblemático. Aunque su imagen se construye con un discurso de “autenticidad brutal”, lo cierto es que su personaje público responde a una fórmula cuidadosamente orquestada: frases disruptivas, un estilo confrontativo y una narrativa que se repite una y otra vez, sin espacio para la complejidad. Detrás del supuesto “anticasta” se esconde una lógica de marketing puro: generar impacto, viralidad y fidelidad emocional, aunque sea a costa de la verdad o el debate real.
Del otro lado del espectro político, Cristina Fernández de Kirchner ha comprendido desde temprano el valor simbólico del relato. Supo construir una narrativa épica que resiste el paso del tiempo, aunque muchas veces se refugia en la nostalgia de una época idealizada más que en un proyecto actualizado. Su figura mantiene una potencia discursiva fuerte, pero a veces encerrada en un guion que ya no dialoga con nuevas generaciones ni nuevos desafíos.
Mauricio Macri, por su parte, es quizás el pionero del “marketing político total” en la Argentina. Su campaña de 2015 fue el laboratorio perfecto del candidato “light”: frases suaves, sonrisas calculadas y un relato sin tensiones, más emocional que racional. Su gobierno, sin embargo, mostró los límites de esa estética vacía: cuando se terminó el relato, quedó la crudeza de un ajuste sin contención.
Axel Kicillof, con un perfil más técnico y académico, intenta mantenerse al margen de la lógica del marketing, pero incluso él ha tenido que adaptarse a los códigos de la comunicación digital. Sus transmisiones en redes sociales, sus gestos performáticos en actos públicos y sus discursos simplificados muestran que incluso quienes se presentan como “profundos” terminan cediendo, aunque sea parcialmente, a las exigencias del escenario político-espectáculo.
En el plano provincial, el gobernador de Santa Fe, Maximiliano Pullaro, también ha sido objeto de críticas por priorizar su imagen pública antes que comunicar políticas concretas. Sus discursos, plagados de lugares comunes sobre “seguridad”, “orden” y “modernización”, muchas veces omiten la complejidad de las realidades territoriales. Mientras tanto, las problemáticas estructurales de la provincia —como la desigualdad, la violencia narco y la precarización de los servicios públicos— siguen sin respuestas de fondo.
Yendo a la política local y regional, las estrategias son similares. Algunos dirigentes han sido criticados por una comunicación institucional que prioriza la imagen personal —con fotos y frases de ocasión— por sobre la rendición de cuentas concreta. Mientras tanto, las diferentes ciudades enfrentan problemas estructurales que rara vez son abordados con seriedad.
Otros encajan en una lógica de “dirigentes vendibles” que han desarrollado una estética comunicacional sobria, cuidadosamente diseñada, que los muestra como figuras serias, dialoguistas y eficientes. Pero muchas veces se quedan en ese molde superficial, sin entrar en debates incómodos o propuestas de fondo que toquen intereses reales.
El problema del vaciamiento
La consecuencia más peligrosa de esta lógica es el vaciamiento del contenido político. Las problemáticas reales —la pobreza estructural, el deterioro educativo, la precarización laboral, la crisis ambiental— quedan relegadas a un segundo plano, eclipsadas por polémicas prefabricadas, peleas tuiteras y frases para TikTok.
La política se convierte así en un espectáculo, y la ciudadanía, en una audiencia pasiva que consume candidatos como si fueran influencers. La discusión democrática se reemplaza por el like, la consigna vacía sustituye al argumento, y el relato se convierte en un producto de consumo cultural más.
¿Hay salida?
Frente a este panorama, el desafío es recuperar la profundidad en el debate público. Revalorizar la política como herramienta de transformación social y no como show mediático. Apostar por dirigentes con convicciones, más allá del algoritmo; por ideas que incomoden, antes que frases que agraden.
En una época donde la tecnología lo invade todo, es urgente recordar que la política no es una app, ni un filtro, ni una estrategia de engagement. La política, en su sentido más noble, es la posibilidad de imaginar y construir un futuro común.
Periodista, locutor, productor de radio y TV. Docente universitario