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El peronismo murió. Y esta vez, no hay funeral: hay olvido

Redactado

Por Gonzalo Núñez* para Radio Ideal

 

El peronismo está muerto. No es un recurso literario, es un diagnóstico frío. Su cadáver político quedó expuesto en 2023, cuando sufrió la peor derrota presidencial de su historia. El viejo piso electoral —ese 37 % que parecía inquebrantable— se derrumbó sin resistencia. El mapa institucional terminó siendo un retrato de su debacle: la menor cantidad de gobernadores desde 1983, sin mayoría en el Senado, y en Diputados una primera minoría inútil, incapaz de construir quórum.

El peronismo, que durante décadas dictó agenda y marcó el pulso de la política argentina, hoy sobrevive como eco de sí mismo. No propone, no conduce, no emociona. Apenas reacciona, tarde y mal, a los movimientos del Gobierno libertario.

Autopsia electoral
La caída no fue súbita: fue un suicidio a cámara lenta. Durante los últimos años de gestión, el Frente de Todos confundió “resistencia” con “inercia”. Las políticas se estancaron, las disputas internas se volvieron públicas y desgastantes, y el relato se oxidó. Mientras la inflación ahogaba a la clase media y pulverizaba el poder adquisitivo, el oficialismo se consumía en discusiones internas sobre candidaturas y pactos imposibles.

En paralelo, Javier Milei se encargó de capitalizar la bronca social. En la Ciudad de Buenos Aires, su fuerza arrasó con un 30,1 % de los votos y desplazó al PRO, mostrando que no solo podía erosionar a la derecha tradicional, sino que podía ocupar el espacio que antes era patrimonio del PJ en el electorado indignado.

Las cifras son elocuentes: abstención récord en varias provincias, con más del 56 % de los que no votaron alegando rechazo al sistema político y un 21 % afirmando que ninguna fuerza los representa. Y ahí está la herida mortal: el peronismo dejó de hablarle a los suyos.

La responsabilidad de Cristina
Cristina Fernández de Kirchner fue la última gran líder indiscutida del movimiento. Durante dos décadas, su figura ordenó al peronismo y marcó la estrategia. Pero también fue quien cavó la fosa. Su estilo de conducción concentró poder y desalentó la emergencia de herederos reales. Prefirió rodearse de leales antes que de líderes con peso propio.

Cuando la condena judicial la alcanzó —seis años de prisión domiciliaria y proscripción política de por vida—, el movimiento no tenía un plan B. Nadie estaba listo para tomar la posta. El vacío de liderazgo se hizo absoluto. La figura que había sido columna vertebral pasó a ser, de golpe, una estatua inmóvil: un símbolo potente, pero incapaz de articular futuro.

La consecuencia es un partido huérfano, incapaz de decidir si seguir orbitando alrededor de Cristina o romper de una vez y construir algo nuevo. Entre esas dos indecisiones, el tiempo corre y Milei avanza.
La herencia vacía

Hoy, el peronismo conserva retazos de poder territorial: intendentes, sindicatos, gobernadores en algunas provincias. Pero ese músculo ya no basta para ganar elecciones nacionales. La lógica del siglo XXI es otra: no alcanza con movilizar estructuras, hay que enamorar, convencer, narrar un país posible.
Y ahí el peronismo está mudo.

No tiene un proyecto económico creíble. No tiene un discurso social que no suene repetido. No tiene voceros con llegada masiva. Hasta sus símbolos, que antes eran intocables, empiezan a desgastarse.
Juan Grabois lo resumió brutalmente: “Esas fotos de unidad forzada son como unir un jarrón roto”. El problema no es solo que esté roto: es que nadie sabe qué poner dentro, aunque lo pegaran.

Mientras tanto, Milei, con todos sus excesos y errores, impone agenda, marca la conversación pública y, lo más preocupante para el PJ, sigue monopolizando la bronca social. El espacio que históricamente fue combustible peronista hoy se alimenta con gasolina libertaria.

El peronismo murió como fuerza nacional de mayoría. Lo mató su egoísmo, su ceguera, su incapacidad para construir sucesión. Lo mató la idea de que siempre podría reinventarse sin cambiar nada.
Queda su liturgia, sus banderas, su historia. Eso, en política, no es poder. Es folclore.
Y el folclore, aunque se cante fuerte, no gana elecciones.

 

 

 

 

 

GONZALO NUÑEZ

*Periodista, locutor, productor y docente

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